Los pacíficos últimos años de Francisco de Borbón, el último rey consorte de España


El ocaso de su vida estuvo marcado por un casi completo aislamiento del mundo de la realeza. No tenía trato con nadie, ni siquiera con su esposa doña Isabel II, y sus grades compañeros fueron los libros.Ver entrada para suscribirse al boletín del sitio.

Los pacíficos últimos años de Francisco de Borbón, el último rey consorte de España

El ocaso de su vida estuvo marcado por un casi completo aislamiento del mundo de la realeza. No tenía trato con nadie, ni siquiera con su esposa Isabel II, y sus grandes compañeros fueron los libros.

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Se le tituló Rey Consorte pero posiblemente nunca haya habido en la monarquía española alguien que mereciera menos el título de Consorte como Don Francisco de Asís de Borbón (1822-1902). Su matrimonio con la reina Isabel II fue un completo fracaso y la prueba de ello es que muchos historiadores confirmaron que ninguno de los hijos que la pareja tuvo era del consorte. Nacido en Madrid, su madre Teresa Carlota de Borbón-Dos Sicilias había logrado que Fernando VII le prometiera que el niño se casaría con la mayor de sus hijas, Isabel II, derrocada y desterrada de España en 1868. Desde entonces, la pareja no volvió a estar juntas aunque ambos vivieron en Francia. El rey consorte de España, pasó los últimos años de su vida completamente aislado del mundo. No tenía trato con nadie, ni siquiera con su esposa doña Isabel II, y no tenía contacto con ningún español. Compraba decenas de libros al mes, leía todo lo bueno que se publicaba y pasaba los inviernos solo en su finca de Epinay, sin salir más que para ir al teatro.

Una boda sin amor

La boda de Francisco e Isabel no había sido inspirada en el amor. Él mismo lo reconoció poco después de la celebración nupcial en una conversación con un ministro de la Corona: “Yo sé que Isabelita no me ama; yo la disculpo porque nuestro enlace ha sido hijo de la razón de Estado y no de la inclinación; yo soy tanto más tolerante en este sentido, cuento que yo tampoco he podido tenerla cariño. Yo no he repugnado entrar en el camino del disimulo; siempre me he manifestado propicio a sostener las apariencias, para evitar un rompimiento; pero Isabelita, o más ingenua, o más vehemente, no ha podido cumplir con este deber hipócrita, sacrificio que exigía el bien de la nación. Yo me casé porque debía casarme; porque el oficio de rey liosnjea; yo entraba ganando en la partida y no debía tirar por la ventana la fortuna con la que la ocasión me brindaba. Yo no he nacido para Isabelita ni Isabelita para mí; pero es preciso que los pueblos entiendan lo contrario”. Todo terminó con la Revolución de 1868.

“Hombre de espíritu dilecto, exquisitamente artista, conocedor de música, lector incansable y temperamento errabundo enemigo de la etiqueta cortesana, para el rey consorte Francisco fue un verdadero alivio dejar la Corte de Madrid”, escribió en sus memorias su hija, la infanta Eulalia. “Puedo entonces realizar sus grandes sueños. Educado en la corte francesa de Luis Felipe, amigo de los escritores y de los artistas, el ambiente hosco y tristón de Marid no le fue nunca grato. Tenía la ilusión de los países lejanos y todo el resto de su vida su pasó viajando. He pensado que siempre tuvo que ocultar su alegría al dejar el trono de España, que lo había esclavizado y que solo aceptó como un deber y un sacrificio impuesto por necesidades de familia”.

Don Francisco viajó el resto de su vida y estableció su residencia en Épinay-sur-Seine, a 15 kilómetros del parisino Palacio de Castilla donde se instaló su esposa. Un cronista recordó la gran afición que el rey sentía por la lectura, hasta el punto de que era el cliente más importante de la Librerie Nouvelle, del boulevard de los Italianos, llegando a gastar alrededor de 1.500 francos mensuales en libros. Tenía encargado que se le enviase a su residencia todo lo nuevo que se publicara sobre literatura, historia y viajes. “Sólo así se comprende una soledad tan larga en un pueblo como Espinay, que en invierno no tiene nada atractivo y con cuyos vecinos no se trató nunca”, escribió un periódico.

“Su monomanía era no deber nada a nadie, ni adquirir nada, por insignificante que fuera, sin pagarlo al contado. En esto era exageradísimo, y no admitía tener pendiente cuenta alguna ni por media hora (…) Era enemigo del frausto y del brillo de una cortesía correctísima y de una amabilidad exquisita, encantando por la llaneza de su trato”, continuaba uno de sus obituarios. Su discreta solidaridad con los pobladores más pobres de Epinay dejó un hermoso recuerdo en muchos de ellos.

“El rey Don Francisco de Asís no desmintió nunca el juicio de pacífico y discreto que le concedían los que intervinieron en la boda: acaso el carácter de su hermano Don Enrique se avenía mejor con las preferencias populares: era éste exaltado o inquieto; aquél estudioso y reflexivo, dado a las prácticas piadosas, por lo que se le atribuyeron, no sabemos si con fundamento, inclinaciones poco liberales”, decía su obituario, publicado en una famosa revista española. “Treinta y cuatro años de vida retirada y ejemplar, entregado a la lectura y a la beneficencia, y lejos de la sociedad, han demostrado al mundo su falta de ambición, y su naturaleza altamente intelectual e inofensiva. Rey consorte, no intervino ostensiblemente en la política, y si interpuso a veces su influencia, hay que convenir en que cualquier otro en su posición hubiera intervenido más directamente”.

“Murió pobre y olvidado”

Algunas veces, el real consorte exiliado emprendía cortos viajes a París a hacer compras o a dar un paseo por sus calles, siempre con una bufanda de seda azul. Aún de mayor era un caballero muy elegante, y sus cabeza canosa le daba un aspecto de gran señor, a pesar de su baja estatura.

Solía ir al teatro por la tarde, acompañado de la familia de un amigo, prefiriendo los dramas o los espectáculos de magia, muy de moda en esos tiempos. Por lo demás, se acostaba muy temprano para madrugar y leer todos los diarios del día. Los libros y los periódicos fueron su más fiel compañía en los últimos treinta años de su vida. La escasa vida social que mantenía el rey consorte consistía en ofrecer en honor de cada nuevo embajador en París un gran almuerzo en su honor al que invitaba a algunas personalidades notables de la sociedad española en Francia. Pero a medida que su estado de salud declinó, el rey consorte fue encerrándose más en su residencia, pasando los últimos meses de su vida descansando entre sus libros.

Murió en 1902, un mes antes de que su nieto, Alfonso XIII, alcanzara la mayoría de edad y jurara como rey de España. Su esposa, de la que estaba separado hacía décadas, puso la bandera española a media hasta en su palacio parisino.

“Murió pobre y olvidado, y era tan escaso su caudal que sólo percibí como parte d su herencia la irrisoria suma de veintinueve francos y cincuenta céntimos”, relató muchos años después la infanta Eulalia. “Errabundo, perdido unas veces en los caminos italianos, en Bélgica otras, siempre distante, mi padre casi no había existido para mí. Ya viejo, cuando comenzó a sentirse solo y había mucho frío en torno suyo, solía acudir a París, visitando a mi madre y a nosotras. Pero nos era dolorosamente extraño, ajeno, aquel hombre menudo y fino que tenía unas manos bellísimas y un hablar dulce que no encontraba eco en nuestro corazón. Ni un recuerdo, ni un simple detalle que se tiñera de emoción, nada le unía a mí. Era una orfandad dolorosa la mía. Habíamos sido ajenos el uno al otro y se hundió en las sombras dejándome apenas el recuerdo de sus manos, que nunca fueron paternales, y de su voz que, tan suave como era, jamás tuvo palabras de cariño para mí”.

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