Una dinastía de bisexuales en el trono inglés: los alborotados romances de la Casa de Estuardo


Cuando la reina Isabel de Inglaterra murió en el año 1603, Inglaterra entera se estremeció al enterarse de que su sucesor era el rey de Escocia, Jacobo VI (1566-1625), el hijo de la antigua rival de la monarca. De repente, Inglaterra y Escocia yacían bajo una misma corona, la de la Casa de Estuardo, una…


Cuando la reina Isabel de Inglaterra murió en el año 1603, Inglaterra entera se estremeció al enterarse de que su sucesor era el rey de Escocia, Jacobo VI (1566-1625), el hijo de la antigua rival de la monarca. De repente, Inglaterra y Escocia yacían bajo una misma corona, la de la Casa de Estuardo, una de las más agitadas familias que se sentaron en el trono inglés en cuanto a romances y aventuras sexuales.

EL REY QUE NO AMABA A SU REINA

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Jacobo I de Inglaterra

El nuevo rey era un desconocido cuando llegó a Londres. Se sabía que estaba casado con una princesa danesa, la sufriente Ana, hacia la cual Jacobo se mostró paciente y afectuoso. Pero, con el tiempo, se habían distanciado. Cuatro difíciles años tuvo que soportar la reina sin ver llegar ningún síntoma de embarazo en los que sufrió la presión y las críticas de sus detractores.

Cuando la reina Ana murió, en 1606, Jacobo VI ya era rey (Jacobo I) de Inglaterra y reinaba desde Londres, en cuya corte reunía una serie de favoritos masculinos y muy atractivos con lo que, se dice, mantuvo intensos romances. Entre ellos estaba Esmé Stuart, señor de Aubigny, veinte años mayor que Jacobo, y que marcó fuertemente su personalidad.

El segundo favorito fue el escocés James Hay, al que creó vizconde de Doncaster, primero, y conde de Carlisle, después. A este le sucedió Robert Carr, otro joven y atractivo escocés, caballerizo de James Hay, que terminó convertido en Conde de Somerset.

Una crónica de la época escribió acerca de la relación del rey con Buckingham y con su predecesor, Robert Carr, lord Somerset: “El amor que el rey le demuestra sólo se explica si está confuso con respecto a su sexo y piensa que son damiselas. Por lo que he visto, Somerset y Buckingham luchan por ver cuál de los dos consigue parecer más femenino, aunque sus aires de p(utas) y sus gestos lascivos exceden los de cualquier mujer que yo haya conocido”.

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El duque de Buckingham, favorito de Jacobo I.

Pero hubo un hombre que pasó a la historia como el más importante compañero sentimental de Jacobo I. Se trata de George “Steenie” de Villiers, duque de Buckingham (1592-1628), hombre encantador y sin dinero, a quien un contemporáneo describió como “el cuerpo mejor formado de Inglaterra”. El pueblo estaba cada día más disconforme con la conducta del rey mientras los nobles y el Parlamento se preocupaban por su futuro.

Acusado de homosexual, Jacobo I no se amilanó y admitió públicamente: “Pueden estar seguros de que amo al conde de Buckingham más que a cualquier otro… Jesucristo tenía a su Juan, y yo tengo a mi Steenie”. El amor del rey fue correspondido por Villiers, como atestiguan las cartas de amor que le escribió: “Amo tu persona, y amo todas tus partes”, decía una de ellas. “Dios te bendiga, mi querido niño y esposa, y permita que siga siendo tu papá y marido”, le respondía el rey.

«MI QUERIDA AURELIA…»

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Guillermo III y María II

Jacobo II fue un hombre obstinado, sincero, enérgico y valiente, que no deseaba ser una figura decorativa, sino un monarca absolutista, y que se rodeó de católicos, causas por las cuales perdió la corona y, por suerte, no perdió la cabeza, como le había pasado a su padre Carlos I.

En 1688, Jacobo II, convertido al catolicismo, fue depuesto y arrestado por una revolución liderada por un príncipe protestante, Guillermo de Orange, que era su yerno. Los ingleses pidieron al valeroso Guillermo que fuera su nuevo rey junto a su esposa, la princesa María.

El príncipe holandés rechazó la proposición y María, muy sumisa, no aceptó gobernar por sobre su marido, de manera que en febrero de 1689 fueron proclamados reyes por derecho propio, María II y Guillermo III.

La hija del rey desterrado era una mujer agradable, fina, simpática, bonita de rostro y de porte majestuoso, y los ingleses la querían mucho. Ya en el trono, no se entrometió mucho en los asuntos del gobierno, dejando casi todo en manos de su marido.

Durante su juventud, María había estado locamente enamorada de su amiga, Frances Apsley, hija de uno de los halconeros reales, con quien al parecer tuvo una larga aventura íntima.

En su fogosa correspondencia, la princesa María la llamaba “mi Aurelia”, mientras Frances correspondía llamando a la princesa “mi Marido”. En una de esas cartas, la joven princesa le expresaba su ardiente amor: “El papel de todos los libros del mundo no sería suficiente para describir el amor que siento por ti, mi queridísima, querida Aurelia… No hay nada en este corazón, ni en este pecho, o en estas tripas y en este vientre, aunque tú ya lo descubrirás«.

Algunas de las cartas llegaban a ser masoquistas: «(Soy) tu humilde sierva, para besar el suelo por donde pisas, para ser tu perro encadenado, tu pez atrapado en la red, tu pájaro encerrado en una jaula, tu humilde trucha». Después de un tiempo, la enorme cantidad de cartas de amor de María empezó a molestar a Frances, y ésta comenzó a distanciarse.

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Al ver que las cartas de Frances eran cada vez más escasas, y al notar la progresiva indiferencia de ella, María se sintió desesperada: «Oh, muestra un poco de misericordia hacia mí y ámame de nuevo o mátame con tu desprecio, porque no puedo soportar tu indiferencia, querida, queridísima, amada, cariñosa, encantadora, servicial, dulce querida Aurelia”.

Guillermo III no se quedaba atrás. Los ingleses aplaudieron su coronación, pero pronto se convirtió en un monarca impopular, por sus ideas, su carácter y sus gustos, que eran casi tan “extraños” como los de su mujer. Guillermo III llegó a Inglaterra acompañado por una gran comitiva de jóvenes holandeses que le proporcionaban amistad, cariño y sexo, y a cambio, recibían todo tipo de favores, incluidos títulos nobiliarios, castillos y pensiones.

Entre ellos estaba su favorito, el joven Hans Willem Bentinck, al que nombró duque de Portland, lo que levantó recelos entre la vieja nobleza británica. Guillermo III amenazó con abandonar el trono si continuaban las quejas y críticas sobre su forma de vida y llegó a afirmar en público que no encontraba nada malo en que un hombre maduro mostrara su afecto por otro más joven.

LA REINA Y SU DUQUESA

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La reina Ana I

Mientras María II y Guillermo III cogobernaban Inglaterra, la princesa Ana, la otra hija del desterrado Jacobo II, vivía en las sombras su propia aventura romántica. En 1683, Ana contrajo matrimonio con Jorge de Dinamarca, un modesto príncipe que desde el principio se mostró resuelto a no inmiscuirse en la agitada política inglesa. El príncipe se dedicó a la horticultura y fue padre de muchos hijos (¡se dice que 18!) pero ninguno de ellos sobrevivió a la infancia.

Ana admiraba a su marido, sobre todo porque el pobre soportaba de buena gana, o al menos disimulaba, la relación que su esposa mantenía con su bonita e inteligente amiga Lady Sarah Churchill, duquesa de Marlborough, una antepasada de “Lady Di” y del histórico primer ministro Winston Churchill.

En 1702, cuando murió su cuñado Guillermo III, Ana se convirtió en la nueva reina de Ingleterra. Mujer gorda, insípida, poco demostrativa, triste y la verdad, nada inteligente, la nueva monarca tenía grandes aptitudes, pero prefería que de los problemas se ocuparan otros, especialmente su amiga íntima.

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Sarah, Duquesa de Marlborough

Se habían conocido cuando Ana era una princesa torpe y tosca de cinco años y Sarah, una niña notablemente culta y de gran belleza, y llevaban juntas más de cuarenta años. Ana estaba tan enamorada de su compañera que no tomaba decisiones, grandes o pequeñas, sin consultar primero con ella.

Hasta el matrimonio de Ana debió ser aprobado previamente por Sarah. Y mientras esta aristócrata dirigía la vida de la reina y su corte, su marido, el duque de Marlborough, nombrado capital general, dirigía los destinos de Inglaterra.

Para expresar el carácter igualitario de esa íntima relación, Ana ideó nombres afectuosos: ella era “Mrs. Morley”, y Sarah era “Mrs. Freeman”, y algunos historiadores llegan a la conclusión de que formaron una pareja de amantes apasionadas mientras sus respectivos maridos se mantenían ocupados cosechando los frutos de la manipulación de la reina por parte de Sarah.

La relación de Ana con Sarah las enfrentó con la reina María II a causa de la influencia que la duquesa mantenía sobre la corte. Cuando Ana llegó al trono, Sarah se creyó la reina del mundo, al punto que la nueva reina la expulsó de la corte. En venganza, la duquesa comenzó a revelar esas cartas que revelan la escandalosa relación de la reina con otra mujer.-

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